Hasta ahora el análisis más frecuente sobre esta situación ha quedado etiquetado como fracaso de la civilización occidental o como abandono del pueblo afgano por parte de la comunidad internacional. Sinceramente, me parece imposible extraer una conclusión tan rotunda en un momento todavía tan turbulento y opinar de manera tan precipitada, sin haber dejado que la situación se decante, no puede traer ninguna buena lección aprendida.
No sé si la invasión de Afganistán fue una decisión acertada o no; lo que sí es fácil comprobar que no fue una invasión militar tradicional. Esta vez se implementaron otras dimensiones que, de manera interesada o no, en un proceso categorizado como nationbuilding, trataban de fortalecer a la población afgana y especialmente a las mujeres y niñas, en un sentido económico, social y político. El tiempo y los esfuerzos dedicados a implementar este nuevo orden democrático en Afganistán parece que no ha sido suficiente y toda aquella colaboración se desmorona como el castillo de naipes que era. Porque crear y democratizar un estado es una tarea de muchas generaciones y parece que ni Afganistán ni Occidente han tenido paciencia estratégica, según Ghéhenno.
Sin embargo, las cosas se explican mejor si tenemos en cuenta que el objetivo nationbuilding no fue nunca prioritario y que, en realidad, era una máscara para tranquilizar a la opinión pública occidental. Los verdaderos argumentos y razones de los políticos para invadir Afganistán eran otros y, no nos engañemos, también lo sabíamos. Se trataba de impedir una amenaza terrorista real porque, al fin y al cabo, democratizar un país que no había pedido ser democratizado hubiera sido una tarea imposible. Desde ese punto de vista, la operación ha sido un éxito, La retirada de Afganistán: una victoria de EEUU.
Para Herold, además, terminar con la brutalidad del régimen talibán tampoco parece ser una razón suficiente que apoyase la invasión, puesto que Occidente soporta otros regímenes igualmente brutales. Ni siquiera la explotación de recursos económicos que ahora mismo se han abandonado sería un buen motivo. Por el contrario, el autor considera que el interés en mantener la ocupación de este espacio vacío estribaría no tanto en sus especiales características sino en impedir que otro lo ocupase. Al menos durante el período de tiempo que le fuese favorable a Estados Unidos.
Surgen entonces nuevas preguntas que, en este libro, quedan sin contestar. Por ejemplo, ¿quién estaría interesado en ocupar ese espacio? Y sobre todo, ¿por qué Occidente trataría de impedirlo? Por supuesto que los talibanes serían los primeros en haber querido ocupar ese espacio vacío (y al final lo han conseguido). Así, durante 20 años los talibanes han sido contenidos por un nuevo ejército y unas nuevas fuerzas de seguridad “creadas” a imagen y semejanza de Occidente pero nunca desaparecieron y siguieron afianzándose territorialmente por todo el país.
Entonces, ¿por qué ahora se ha permitido la ocupación completa del país por parte de los talibanes? ¿Podemos pensar que estos talibanes son diferentes a los de hace 20 años? Otra vez nos falta tiempo para saber cómo evolucionarán las cosas. ¿Confiamos en que los talibanes sean distintos ahora? No. Pero, ¿cuál es la alternativa? Patrocinar una guerra civil que las autoridades afganas no han querido luchar hubiese sido volver a las viejas prácticas. Quizá nos toque ahora tragar sapos y reconocer a un régimen que nos repugna en lo más profundo, que cuestiona todo el acervo mundial referido a los derechos humanos. Estoy segura de que sí, aunque eso no quiere decir que Occidente deba aceptar sin condiciones. Este proceso de dilatar en 20 años el reconocimiento de un régimen talibán podría asemejarse al reconocimiento internacional del franquismo que comenzó en los años 1950. Así, con una buena propaganda y un buen “lavado de cara” se acepta lo que antes no se aceptaba. No podemos olvidar que el islamismo, en sus distintas tendencias, sólo es un fascismo más.
Nos falta tiempo y perspectiva para asimilar estos acontecimientos. Quizá sea el inicio de un cambio de tendencia, de que Occidente, después de siglos, deje de gobernar el mundo y ahora tome el relevo un nuevo hegemón. Pero sobre todo debemos de tener muy claro que todo el dinero, el tiempo y el trabajo invertidos en Afganistán no fueron inútiles, aunque por gran parte de la población no hayan sido bienvenidos. Porque si no lo hacemos así, no podemos ofrecer ningún consuelo a las familias de quienes murieron allí, convencidos de que estaban haciendo algo bueno.
Este libro presenta un punto de vista interesante aunque la traducción no sea muy buena y al final el autor se disperse un poco. En lugar de seguir con el análisis geopolítico de la situación, se pierde al empezar a incluir testimonios, muy respetables, pero que sólo aportan una visión emocional que habríamos podido obtener en otras lecturas. Además, utiliza algunas expresiones que no quedan muy claras. Menciona, por ejemplo, a la Izquierda Tomahawk sin que haya una nota a pie de página que explique realmente a qué se refiere. Imagino que se trata de los partidos políticos, movimientos sociales o cooperantes de izquierda en los países occidentales que, quieran o no, actúan contra sus propios gobiernos. Pero no sé si será así. Se publicó en el año 2007 y ya entonces mencionaba la corrupción, el avance de los talibanes y el espejismo de progreso que queríamos creer que se estaba produciendo. De todas maneras, es una lectura muy recomendable. Queda pendiente para otro post la intervención de la República Popular China en este asunto y tantas y tantas otras preguntas. De momento, ahí va un artículo de Guillem Pursals, Los tres ejes de la relación entre Pekín y Kabul.
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