Comedia sofisticada, de huida del mundo en el periodo de
entreguerras. El Gran Hotel Budapest está situado en un paraíso idílico,
amenazado por los ruidos de otra (gran) guerra, entre montañas donde sólo los
privilegiados (y sus criados) pueden estar. Allí se sitúan unos personajes de
cuento, caricaturescos y muy divertidos. Con bigotes de todas clases, finos o
espesos, pero todos ellos bien recortados, afilados, engominados o dibujados
(como el de Zero Moustafa).
La película está basada en fragmentos de varias obras de Stefan Zweig. No
he leído nada de él ni tampoco había visto ninguna película de Wes Anderson. Es
un director norteamericano que ahora vive en Europa, director de culto, con su
propio estilo y que no se somete a modas.
Gustave H. (Ralph Fiennes) es conserje en el famoso Gran
Hotel Budapest; conserje y mucho más. Es amigo especial de muchas señoras (y de
algunos caballeros) de alta alcurnia, provecta edad y riqueza considerable.
Zero Moustafa (Tony Revolori) es el nuevo botones, que se convertirá en su protegido
y amigo de confianza. Madame D (Tilda Swinton) de 84 años y “dinamita en el
catre” según Gustave H, es asesinada. En su último testamento deja a Gustave un
cuadro de considerable valor “Niño con manzana”. Como el resto de herederos no
está de acuerdo, Gustave tiene que robar el cuadro y esconderlo. Además le acusan del asesinato de Madame D.
Ahí empiezan la huida de Gustave y su encuentro en la cárcel
con personajes dudosos pero de buen corazón que le ayudarán a fugarse. El guion
es un repertorio de fina ironía (y mala baba, también), elegancia, decadencia,
clase y situaciones disparatadas. Valga de ejemplo la escena de cinco presos limando los barrotes de la
misma ventana al mismo tiempo. Es todo muy vintage,
estrambótico y centroeuropeo. Persecuciones,
resbalones, caídas por precipicios y ventanas, con una estética puesta al
servicio de la comicidad más ingenua. Faltan los tartazos de las películas de
cine mudo, pero aquí los personajes son demasiado refinados para recurrir a
eso. No es comedia de carcajada, pero sí de sonrisa continua.
Aunque el director muestra a veces un gusto excesivo por las
escenas estáticas, resultan ser preciosas fotografías, de colores saturados (anaranjados,
rosas y azules) y de intención
claramente desternillante. Pueden parecer muy afectadas, aunque para mí por eso tienen tanto
encanto.
Los colores intensos, de cuento infantil, las fragancias embriagantes y las buenas maneras de todos los atildados personajes, resaltan la nostalgia de un mundo perdido, donde también quedaba sitio para unos malos malísimos vestidos de cuero negro y unos nazis antipáticos y vulgares, de uniforme tan gris desteñido como sus almas.
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