El próximo curso empezaré 4º de Sociología y una de las varias cosas que me faltan en la carrera, es un estudio profundo de los sociólogos españoles actuales. Así que he decidido empezar a estudiarlos por mi cuenta y he elegido el último libro que ha publicado Manuel Castells.
Manuel Castells es catedrático de la Universidad del Sur de California, de la Universitat Oberta de Catalunya y del Instituto de Estudios Globales en París. También ha trabajado en Berkeley, en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, Oxford, Cambridge y alguna universidad más. Activista contra la dictadura de Franco se exilió en Francia, donde estudió sociología. Durante los años 70 se especializó en Sociología Urbana, en concreto en el uso de los espacios públicos. Es también experto en tecnologías de la comunicación e información.
Redes de Indignación y Esperanza, es un análisis de la repercusión de las nuevas tecnologías de la información, especialmente de las redes sociales de internet, en los últimos movimientos sociales: desde las primaveras árabes de Túnez y Egipto, hasta la “revolución de las cacerolas” de Islandia, pasando por las Indignadas en España y el movimiento Occupy Wall Street de Estados Unidos. En estos cuatro casos, se repite más o menos el mismo patrón. Ante una situación de cinismo, incompetencia y connivencia entre políticos y poder financiero contra los ciudadanos, se produce un estallido de indignación. Es un impulso tan fuerte y tan profundo que consigue vencer el miedo y la resistencia de los ciudadanos a manifestarse. Se utilizan nuevas herramientas de comunicación y convocatoria, las redes sociales, más rápidas, baratas, accesibles, fidedignas y personalizadas como nunca se ha conocido en la historia. La primera reacción de los gobiernos, casi sistemáticamente es intentar controlarlas, suspender las conexiones informáticas y bloquearlas, principalmente Twitter y Facebook. Pero es imposible poner puertas al campo.
Desde el primer momento, a través de esta nueva forma de comunicación informática, se propone la “invasión” del espacio público. Las acampadas de ciudadanos son modelo de autogestión y debate democráticos. Miles de personas, en distintas agrupaciones, exigen una democracia más real y más profunda. A los desalojos violentamente efectuados por la policía se suceden oleadas más numerosas de ciudadanos exigiendo su derecho a ocupar el espacio público.
Esta es la principal diferencia que encuentro entre los movimientos sociales de estos últimos 3 años y los anteriores. La capacidad de conexión y difusión de la información es multiplicada como no se hubiera podido imaginar; la recepción de la información en tiempo real, sin edición y sin agentes mediadores (prensa) sobrepasa todas las expectativas de los comunicadores. Pero otra cosa diferente es el resultado que estos movimientos sociales tengan en el futuro.
Es un libro excelente. Muy documentado, con información de primera mano y muy divulgativo, accesible para el gran público. Aunque, creo que debería haber incluido también una introducción sobre qué es un movimiento social, qué debe pretender y cómo conseguirlo.
En general, se puede decir que un movimiento social es aquel que busca activamente influir en el cambio de la sociedad, considerado en un sentido amplio. Así puede tratarse de un cambio cultural, de una intervención política o de aquellos otros movimientos dirigidos a revalorizar una identidad que haya podido estar discriminada, como el movimiento feminista u homosexual.
Todos los movimientos sociales que estudia el profesor Castells en este libro, son de los encaminados a la consecución de objetivos políticos. Después de año y medio, casi dos años, podemos decir que no todos han tenido la misma suerte.
En el caso de Islandia, la movilización de los ciudadanos sí que ha tenido repercusiones positivas: se ha superado (o casi) la crisis y no gracias a las políticas de drástica austeridad que nos han impuesto a los demás; se ha pactado una nueva constitución, con la participación de los ciudadanos en su redacción, a través de internet, y se está en camino de restaurar la confianza de la población en los políticos, algo que parece impensable en otras democracias de Europa (como por ejemplo la española).
No ha sucedido lo mismo, sin embargo, en los países árabes. Ahora Túnez ha desaparecido de la actualidad mediática pero su proceso de democratización está siendo muy difícil. En 2011 se convocaron elecciones para la redacción de una nueva constitución que en este momento está paralizada. En 2013 se suceden los asesinatos de opositores, ataques de milicianos islamistas y contraataques del ejército que configuran un nuevo (repetido) escenario de violencia.
Egipto es ahora el foco de atención de la prensa occidental y oriental. Sufre un proceso muy similar al tunecino. En 2011, las protestas de movimientos sociales en la plaza Tahrir, aparentemente, condujeron al derrocamiento de Mubarak; en 2012 se convocaron elecciones que limpiamente ganó el partido de Morsi, islamista y que fue derrocado, en 2013, por algo que Occidente se ha negado a llamar “golpe de estado”, pero que sí lo era. Ahora, todavía no se sabe cómo va a terminar esta situación.
La plaza Tahrir, símbolo de convivencia y de esperanza, de hacer las cosas de manera más democrática y renovada, se ha convertido en un escenario de horror para las mujeres que quieren manifestarse. Estas mujeres, separadas de sus grupos, son rodeadas y atacadas en manada por hombres de forma perfectamente planificada. Son víctimas de violaciones y acoso sexual y también del reproche social aunque hayan sido víctimas de un delito. Estos actos han sido denunciados por Human Rights Watch y tienen como objetivo hacer desistir a las mujeres de su derecho a ocupar el espacio público.
En Egipto existe una fractura social absoluta y un clima de violencia brutal ahora contra los islamistas. No tengo ningún interés en defender una causa islamista. Me parece a todas luces un retroceso social, especialmente para la causa de la igualdad de las mujeres, pero hay que reconocer que ganaron unas elecciones en una contienda absolutamente democrática. Se le reprocha, hipócritamente, a Morsi que no ha cumplido con su programa electoral y que ha aprovechado su poder para imponer su ideología y desatender las demandas de la mayoría de la ciudadanía. Si fuera por eso, no sé dónde debería estar el actual gobierno de España del Partido Popular y sus ministros Ana Mato y Ruiz-Gallardón, imponiendo a las mujeres la ideología opusiana más recalcitrante.
Antes de condenar al islamismo, deberíamos preguntarnos, por qué el esfuerzo que unos movimientos laicos realizaron, enfrentándose a las fuerzas represivas de sus respectivos gobiernos dictatoriales en Túnez y Egipto, terminó beneficiando a los partidos islamistas que no habían participado tan activamente. Ha habido algo que los observadores, ni occidentales ni orientales, no han sabido ver y mucho menos prever. Creo que la clave está en reconocer que se minusvalora constantemente el apoyo que los islamistas tienen en las clases más desfavorecidas.
Desde su fundación en 1928 hasta hoy, los Hermanos Musulmanes han sufrido una profunda transformación. Desde sus postulados más conservadores, fundamentalistas, fanáticos y viscerales, de implantación de la sharia (ley islámica) hasta manifestarse como un movimiento de amplia base social, dispuesto a participar en el juego democrático. Es relativamente sencillo entender cómo consiguieron este apoyo social. Durante casi 100 años han llegado a las clases sociales más olvidadas y desahuciadas por todos los gobiernos egipcios (independientemente de su color político) y les han ofrecido lo que necesitaban, trabajo, sanidad, educación para sus hijos y la reconstrucción de su identidad islámica; lo que son servicios sociales básicos. Desde luego esta prestación de servicios no ha sido gratuita, porque ahora la población la devuelve en forma de apoyo electoral.
Desde mi punto de vista, no debemos exigir a los movimientos sociales que cambien el mundo, al menos no en las próximas generaciones. No creo que sea su tarea. No debe generarse una expectativa de grandes cambios. Se trata de convencer a la población para que persiga cambios más personales, más individuales y que tengan que ver con la formación de una identidad social democrática más profunda. La conciencia de ser ciudadano, debe estar antes que otras dimensiones más políticas: ser de izquierdas o de derechas, ecologista o feminista, gay, catalán, quebequés, católico, mormón, etc. La primera dimensión humana y la más fundamental, que dé apoyo al resto, debe ser más social.
Es posible que el público en general espere de los movimientos sociales cambios más rápidos y más espectaculares y me da miedo que la frustración por no obtenerlos conduzca al abandono de las protestas o a situaciones donde el populismo más burdo (fascismo o islamismo) triunfe.
Más de 500 muertos en los disturbios de Egipto de mediados de Agosto, pueden hacer pensar que las redes de solidaridad e indignación de las primaveras árabes eran un espejismo. Con Egipto camino de la guerra civil y mostrando la desesperanza de que políticos moderados como Al Baradei hayan dimitido, nos enteramos de que Occidente no ha dejado de suministrarle armas a pesar de su conflictiva situación política. Nuevas oleadas de violencia entre islamistas, policía y ejército con imposición de estado de emergencia y toques de queda, que no sabemos cómo terminarán.
Creo que imprudentemente se adjudicó a los movimientos sociales un triunfo que no fue suyo. No derrocaron a Mubarak, el ejército egipcio lo hizo cuando le interesó (no hay que olvidar que Mubarak era uno de los suyos). Por eso, tampoco ahora el fracaso puede achacarse a estos mismos movimientos sociales.
Aunque me reviente decirlo, los islamistas tienen derecho a ocupar la plaza Tahrir. Y si no queremos que estén allí porque no nos parecen suficientemente demócratas lo que tenemos que hacer es ser mejores que ellos, más justos, más demócratas y más ecuánimes, más preocupados por la justicia social y la igualdad de oportunidades.
Redes de Indignación y Esperanza
Manuel Castells
Alianza Editorial
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