Cuando terminó la primera parte de esta trilogía, Bilbo Bolsón se creyó que habían terminado todos sus males, ¡qué iluso! En esta segunda parte no le queda tiempo ni para un respiro. Arañas gigantes, los incansables orcos, la huida en los barriles y el enfrentamiento con Smaug el magnífico, la más grande de las calamidades, el rey bajo la montaña. Aventuras y peligros sin tregua.
En este episodio ya no es necesario presentar a los personajes. Lo que hace Peter Jackson es meterlos en harina desde el primer momento; salen de un peligro para caer en otro mayor, corriendo sin parar para salvar su vida.
Lo que me resulta más curioso es que los protagonistas, nuestros héroes, son más de barro que de luz. Los enanos son mezquinos y avaros, quieren recuperar su tesoro; los elfos son arrogantes y clasistas; y Bilbo, siempre es descrito como un raterillo artero y mentirosete. Parece extraño que en un cuento para niños, los personajes sean tan poco “edificantes”. La adaptación de Jackson, definitivamente, no es un cuento para niños y eso me gusta.
Tauriel es el único personaje limpio. Es una invención de Jackson, ya que en el libro original no había ningún personaje femenino. Supongo que es una concesión para que las feministas no nos quejemos, pero los guionistas lo han presentado bastante bien. Una elfa silvana fuerte, luchadora e inteligente; una pieza del triángulo de amores imposibles que se debate entre Legolas, amor imposible porque es el hijo del rey y Kili, amor imposible por ser un enano.
Está bien que en una adaptación se incluyan cosas nuevas, nuevas visiones de un libro que se escribió hace 75 años. Sacudirle un poco el polvo y refrescarlo. No me molestan las adaptaciones innovadoras porque que no borran el original y siempre puedes recurrir a él, simplemente dan otra visión diferente. A pesar de estas innovaciones, Jackson ha sido completamente fiel a la hora de presentar a Smaug. Es igual, igual que el dibujo realizado por Tolkien para las primeras ediciones; con tecnología del siglo XXI ha recreado un dibujo de los años 30 del siglo XX. Y ha quedado espléndido. Con mucha personalidad: seductor, sinuoso, aterrador y brutal. Pero, eso sí, para disfrutarlo en todo su esplendor, es imprescindible ver la película en versión original, recrearse con la voz y la interpretación (por capture motion) de Benedict Cumberbatch.
Es impresionante como le sube el fuego desde las entrañas hasta lanzar las llamaradas; y cuando vuela cubierto de oro líquido y dispuesto a matar a todo el que se ponga por delante, manda toda una declaración de principios para la próxima entrega: “Yo soy la muerte”.
Muchas culturas incluyen entre sus mitos a los dragones que custodian tesoros o que se comen crudas a las doncellas. No sé si en esta película habría que aplicar algunas de las teorías psicológicas que también estudian el simbolismo del dragón. Pero es significativo que los peligros a los que se tiene que enfrentar Bilbo siempre estén ocultos en la oscuridad, que tenga que meterse en los dominios de otras criaturas, como Gollum o en este caso como Smaug. Con Gollum, Bilbo podía utilizar su verborrea y sus acertijos; pero enfrentarse a Smaug es otra cosa.
Respecto al resto de personajes, echo de menos a Gollum. Tengo simpatía por este tipo de personajes, perdedores y perdidos. Y el personaje de Radagast, desentona. No me acaba de convencer.
Me quedo esperando que llegue la tercera parte, a ver si supera ésta. La batalla de los cinco ejércitos. La batalla contra el mal, como siempre.
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