jueves, 2 de octubre de 2014

Cine: El hombre tranquilo de John Ford (1952)

Una película hoy absolutamente incorrecta, impresentable. Pero sin embargo sigue llegando al corazón. El cine de John Ford es nostalgia y, a veces, nos alegramos de que esa nostalgia se haya perdido.

Por más de que se trate de una película divertida, tierna y melancólica, la duda que me surge al volver a verla es si esta ternura que rezuma es suficiente justificación para “embellecer” el maltrato a las mujeres. Partimos de que sólo hay un personaje femenino relevante en toda la película, Mary Kate (Maureen O’Hara): solterona esclavizada en su propio hogar y que tiene como único patrimonio sus muebles y un poco de dinero que administra su hermano, un bruto infantiloide.

Mary Kate se encuentra con Sean, que vuelve al hogar de sus padres a curar penas, interpretado por John Wayne, actor que siempre me produce una cierta tirria. Y entonces, el mundo se detiene, los ríos se desbordan, la melodía de los pájaros es más dulce, el sol brilla más, las ovejas engordan más rápidamente; la tormenta, los truenos y los relámpagos todo es más intenso desde que los dos se encuentran. Para Sean, Mary Kate es un sueño; aunque para mí da saltos como las cabras y parece estar siempre al borde del brote psicótico.

Los encuentros entre los enamorados desatan todas las fuerzas de la naturaleza, la lluvia empapa la camisa de John Wayne y resbala por sus musculosos brazos, el viento agita la roja cabellera de Maureen O’Hara. Prolegómenos de una pasión contenida que pronto será desatada.

Cada vez que se ve una película produce sensaciones diferentes. Esta vez, me ha resultado también empalagosa, con dosis excesivas de buenismo rural por parte de los campesinos irlandeses. Un paraíso perdido que mucho mejor que esté perdido. Las conversaciones estúpidas y surrealistas, los trenes que llegan cuando quieren, los borrachines graciosos, alguna mención al IRA y sobre todo las mujeres invisibles.

La acción se desarrolla en los años 1950. Sean vuelve de Estados Unidos, un mundo aparentemente moderno, sin límites, emancipado de normas sociales caducas, para encontrar la paz en una Irlanda rural paradisíaca, en una casucha destartalada y sin comodidades. A mí me resulta difícil pensar que en esas condiciones se pueda encontrar la paz. Pero … se encuentra con el amor.

Parece que el amor, que por supuesto al final triunfa, todo lo vale, todo lo supera y todo lo justifica. Peligroso razonamiento éste de que “quien bien te quiere te hará llorar”.

A pesar de que John Ford hace de Mary Kate un personaje profundamente ridículo, sin embargo, también es una mujer muy consciente de sus derechos y capaz de pelear, en la medida que su sociedad se lo permite, por ellos. Por esto no ceja en su empeño de reclamar sus pertenencias, sus muebles y su dote. Aunque para su marido no tengan importancia, para ella son sus propiedades, la manera de demostrar que no llega al hogar de su marido con las manos vacías, que no va a ser una esclava.

Es una película que destaca por su lirismo y por una fotografía impresionante. Rememorar la infancia del protagonista a través de la voz en off de su madre explicándole cómo era su casa en Irlanda, es el punto de partida de la nostalgia. Puede que lo que la hace atractiva todavía es el ambiente de cuento para adultos; con las ovejitas pastando alegremente por el prado y el riachuelo cantarín que desciende en busca de anchos mares.

Pero es también la película de las mujeres invisibles. Suponemos que están porque alguien prepara la comida y limpia las casas, pero cómo la mayor parte de la acción se desarrolla en la taberna y las mujeres no acuden a la taberna no las vemos. La única aparición significativa en la película de otra mujer (aparte de Mary Kate) es una vecina que le da al marido una vara para que le pegue. Gran ayuda para las mujeres invisibles las mujeres que incitan a los hombres a pegarles.

Una joya de película, pero una joya anticuada. 




Director: John Ford
Guion: Frank S. Nugent
Fotografía: Vinton C. Hoch



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