Una película hoy absolutamente incorrecta, impresentable.
Pero sin embargo sigue llegando al corazón. El cine de John Ford es nostalgia y, a veces, nos alegramos de que esa nostalgia se haya perdido.
Por más de que se trate de una película divertida, tierna y
melancólica, la duda que me surge al volver a verla es si esta ternura que
rezuma es suficiente justificación para “embellecer” el maltrato a las mujeres.
Partimos de que sólo hay un personaje femenino relevante en toda la película,
Mary Kate (Maureen O’Hara): solterona esclavizada en su propio hogar y que
tiene como único patrimonio sus muebles y un poco de dinero que administra su
hermano, un bruto infantiloide.
Mary Kate se encuentra con Sean, que vuelve al hogar de sus
padres a curar penas, interpretado por John Wayne, actor que siempre
me produce una cierta tirria. Y entonces, el mundo se detiene, los ríos se
desbordan, la melodía de los pájaros es más dulce, el sol brilla más, las
ovejas engordan más rápidamente; la tormenta, los truenos y los relámpagos todo es más intenso desde que los dos se encuentran. Para Sean, Mary
Kate es un sueño; aunque para mí da saltos como las cabras y parece estar
siempre al borde del brote psicótico.
Los encuentros entre los enamorados desatan todas las
fuerzas de la naturaleza, la lluvia empapa la camisa de John Wayne y resbala
por sus musculosos brazos, el viento agita la roja cabellera de Maureen O’Hara.
Prolegómenos de una pasión contenida que pronto será desatada.
Cada vez que se ve una película produce sensaciones
diferentes. Esta vez, me ha resultado también empalagosa, con dosis excesivas
de buenismo rural por parte de los campesinos irlandeses. Un paraíso perdido
que mucho mejor que esté perdido. Las conversaciones estúpidas y surrealistas,
los trenes que llegan cuando quieren, los borrachines graciosos, alguna mención
al IRA y sobre todo las mujeres invisibles.
La acción se desarrolla en los años 1950. Sean vuelve de
Estados Unidos, un mundo aparentemente moderno, sin límites, emancipado de
normas sociales caducas, para encontrar la paz en una Irlanda rural paradisíaca,
en una casucha destartalada y sin comodidades. A mí me resulta difícil pensar
que en esas condiciones se pueda encontrar la paz. Pero … se encuentra con el
amor.
Parece que el amor, que por supuesto al final triunfa, todo
lo vale, todo lo supera y todo lo justifica. Peligroso razonamiento éste de que
“quien bien te quiere te hará llorar”.
A pesar de que John Ford hace de Mary Kate un personaje
profundamente ridículo, sin embargo, también es una mujer muy consciente de sus derechos y capaz de pelear, en la medida que su sociedad
se lo permite, por ellos. Por esto no ceja en su empeño de reclamar sus
pertenencias, sus muebles y su dote. Aunque para su marido no tengan importancia,
para ella son sus propiedades, la manera de demostrar que no llega al hogar de
su marido con las manos vacías, que no va a ser una esclava.
Es una película que destaca por su lirismo y por una fotografía
impresionante. Rememorar la infancia del protagonista a través de la voz en off
de su madre explicándole cómo era su casa en Irlanda, es el punto de partida de
la nostalgia. Puede que lo que la hace atractiva todavía es el ambiente de
cuento para adultos; con las ovejitas pastando alegremente por el prado y el
riachuelo cantarín que desciende en busca de anchos mares.
Pero es también la película de las mujeres invisibles. Suponemos
que están porque alguien prepara la comida y limpia las casas, pero cómo la
mayor parte de la acción se desarrolla en la taberna y las mujeres no acuden a
la taberna no las vemos. La única aparición significativa en la película de
otra mujer (aparte de Mary Kate) es una vecina que le da al marido una vara
para que le pegue. Gran ayuda para las mujeres invisibles las mujeres que
incitan a los hombres a pegarles.
Una joya de película, pero una joya anticuada.
Guion: Frank S. Nugent
Fotografía: Vinton C. Hoch
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