Se dice por ahí que Tim Burton ha perdido su genialidad y
que va en busca de algo nuevo que contar, pero que no encuentra el estilo. Big Eyes
es su última película. No sé si este es el giro que quiere dar a su carrera, porque resulta ser una biopic, convencional y nada fantástica. Es la historia
de Margaret y Walter Keane, ambos pintores de caracteres absolutamente
contrarios.
Margaret (Amy Adams) es una joven divorciada con una hija
pequeña que se ha escapado de su casa y de su asfixiante primer marido. Es una
mujer tímida, insegura y que no tiene ningún tipo de apoyo familiar. Son los
años 1950 en Estados Unidos. Todavía no está bien visto que una mujer tome sus
propias decisiones. Además, aunque en la película no se dice nada, de la
interpretación de Amy Adams podemos deducir que su primer marido era bastante
abusivo. Se traslada a San Francisco para buscar trabajo como ilustradora y
allí conoce a Walter (Christopher Waltz), un pintor que derrocha encanto, simpatía y mentira; un seductor empedernido y maravilloso, pero no por ello menos abusivo que su primer
marido.
En sus primeros meses de matrimonio, ambos se dedican a
pintar y a intentar vender sus pinturas. Margaret empieza a tener un considerable éxito, pero
utilizando ciertas triquiñuelas, aparentemente inofensivas, él decide firmar
los cuadros de ella: niños y niñas de ojos grandes e inmensa tristeza y
abandono. Él tiene un gran talento para el marketing y las
relaciones públicas, lo cual no hace más que encerrar y hundir a Margaret cada
vez más; encerrada en su atelier se dedica a pintar a sus criaturas, en una especie de esclavitud simbólica que sólo puede expresar a través
de sus personajes.
Esto de que un marido usurpe la obra de su esposa no es la
primera vez que pasa. En España, que yo sepa, también hubo un caso parecido
pero entre escritores. María de la O de Lejárraga, (1874-1974), escribía
novelas y obras de teatro costumbristas y permitía, más o menos obligada, que
las firmase su marido. Lo extraño de este caso es que María de Lejárraga era
feminista y estaba afiliada al Partido Socialista, pero aun así prefería que
sus obras las firmase otro. No sé si era o no una solución acertada para un momento en que las obras firmadas por un hombre se vendían mejor.
María de Lejárraga |
Seguro que hay más casos. Muchos de ellos pueden explicarse
no sólo por el abuso del hombre sobre la mujer, sino que es posible que las
mujeres decidieran racionalmente que su obra firmada por un hombre se vendería
mejor. Más recientemente están los ejemplos de escritoras que “camuflan” su
nombre de mujer detrás de unas asépticas iniciales, por si acaso los editores
tienen miedo de publicar sus obras. P.D. James, gran escritora de novela negra
del siglo XX, es Phyllis Dorothy y J.K. Rowling es simplemente Joanna. Pero también es cierto que existe lo que Luis Bonino, psicoterapeuta y especialista en cambio masculino para la igualdad, llama micromachismos. Espacios de dominación masculina en la vida cotidiana, a veces explícita y mucha más veces oculta, simbólica, pero igual de efectiva que la violencia retrógrada y el control patriarcal.
Evidentemente, el matrimonio de los Keane terminó en
divorcio, pero antes Margaret le demandó para recuperar la autoría de su obra.
Le retó a pintar un cuadro ante un tribunal y Walter fue incapaz de dar una pincelada. Se
demostró que había sido un fraude y desapareció de la vida de Margaret y del foco mediático que tanto le gustaba. Margaret continuó pintando y hoy
con casi 90 años todavía vive en California.
Gerda Taro y Robert Capa |
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Por favor, deja tu comentario