Cada vez me gustan más las exposiciones que no sólo son de
pintura. Y esta del Museo Thyssen tiene un saborcillo interesante a etnografía
del siglo XIX. No es que presuma de “superioridad eurocéntrica” pero la
exposición tiene esa apariencia. Algunas pinturas de paisajes, muchos grabados
de indumentaria y costumbres, algunas fotografías de rituales y religión, mapas
y objetos (pocos), constituye una mínima muestra de culturas o desaparecidas o
definitivamente transformadas por impacto de la “conquista del hombre blanco”.
Y es que en el fondo de todo, sigue estando esa errónea intención de englobar
las diferentes culturas nativoamericanas en una única categoría, los indios. No
soy especialista, pero imagino que los indios de las llanuras tienen poco que
ver con los indios de la costa o con los indios de las montañas, por más que
nosotros no sepamos distinguir sus diferencias.
Sinceramente no creo que esta exposición sirva para suscitar
la curiosidad del espectador sobre el Oeste. O quizá sí. En su descargo, habría
que decir que la exposición se titula La
“ilusión” del Lejano Oeste. Así ya no engaña a nadie, puesto que el objeto
a exponer es, precisamente eso, un territorio mítico, inventado. Casi
construido a golpe (fotograma) de celuloide; recreación del imaginario de un
país de emigrantes con pocas tradiciones propias realmente compartidas.
Lo que
principalmente prueba esa existencia de un territorio mítico, extenso,
inabarcable, indómito y exótico, es el recurso, al final de la exposición, a la
cartelería de cine. Del western clásico, ese que se veía en el cine de barrio
de posguerra o ya en la televisión, en la mítica “sesión de tarde” de cuando
sólo existían la primera cadena y el UHF (que después se llamó la 2). Allí es
donde se podía palpar la ilusión para los niños y las vías de escape para
adultos (todos ellos mayoritariamente varones).
El lejano oeste, un nuevo jardín del edén y la tierra
prometida para los colonos que se convirtió en un infierno para la población
autóctona y que todavía no ha terminado de asimilar tener que vivir postergada
en su propia tierra. Empieza la exposición con una muestra de cartografía procedente del Museo Naval y del Archivo General de Indias, espléndidos mapas de los exploradores españoles, siglos XVI a XVII y termina con libros-caja
del comisario de la exposición, Miguel Ángel Blanco; esculturas hechas con
madera, huesos de animales y piedras para rendir homenaje a los pueblos del
Oeste, y que pertenecen a su serie Biblioteca
del bosque. Y en medio de ellas, el oeste imaginado y literario, las
fotografías de Edward S. Curtis, de principios del siglo XX empeñado en
registrar un modo de vida en vías (imparables) de extinción y los paisajes de
Watkins y Jackson, comprometidos en la protección de Yosemite y Yellowstone. Es
lo mejor de la exposición, lo peor la cabeza disecada.
Del 3 de noviembre de 2015 al 7 de febrero de 2016
Paseo del Prado 8, Madrid
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