La mujer pantera fue una película de bajo presupuesto,
rodada en apenas unas semanas, pero que derrocha elegancia. Es una verdadera
joya, gracias al talento de su productor Val Lewton y del director Jacques
Tourneur.
En los años 1930 y 1940, las películas de terror tuvieron un
gran éxito en Estados Unidos. No sé por qué. Quizá porque se creían una
sociedad protegida, limpia de supersticiones de la vieja Europa. Sentir el
terror en una sala a oscuras, frente a una gran pantalla, les hacía valorar lo
bien que se vivía a salvo de momias del lejano Egipto o de dráculas de
Transilvania o de frankensteins de algún lugar perdido de Suiza. En Estados
Unidos todo era juventud, salud y sonrisas perfectas de perfectos dientes
sanos.
Pero La mujer pantera
se sale del prototipo de una simple película de terror. Es lírica, insinuante,
obsesiva y con una lectura psicosexual que no creo que estuviera en la mente
del director ni del guionista cuando filmaron. La historia es sencilla. Aquello
de chico y chica que se encuentran, se enamoran y se casan. Irina (Simone
Simon) vive en Nueva York y es de origen serbio (de la vieja Europa), trabaja
como diseñadora y dibuja excepcionalmente bien.
Es una joven artista con cierta
debilidad y atracción por los animales. Visita el zoo y se entretiene dibujando
a una hermosa pantera negra, que se altera un poco cuando la ve. En el zoo conoce
a Oliver (Ken Smith), un buen chico americano, ingeniero, racional y un poco
soso, con el que se casa en poco tiempo.
Desde el principio de su matrimonio Irina se siente incómoda
ante la perspectiva de la intimidad y de las relaciones sexuales, de manera que
le pide tiempo a su marido. Se siente profundamente enamorada de Oliver, pero
hay algo que la atormenta. Cree que el sexo desencadenará una reacción que no
podrá detener; se siente desbordada por su propio deseo y teme no poder
controlarlo y llegar a ser dañina con aquel a quien más quiere. Oliver es
paciente, pero no puede evitar confiar en Alice (Jane Randolph). Alice es todo
lo contrario a Irina. Es el nuevo continente lleno de oportunidades. Una jovencita
americana pizpireta y resuelta, sin complejos ni culpas heredadas; una
compañera de trabajo competente; una amiga comprensiva; y una enamorada leal
que no duda en confesar su amor a Oliver, al mismo tiempo que le recomienda un
psiquiatra que pueda ayudar a su esposa.
Uno de los aciertos de esta película está en hacernos ver
que el terror no necesita un monstruo para aparecer. Aquí está en la vida corriente,
cuando los protagonistas esperan ser más felices, es cuando el terror da un
zarpazo y los descoloca. Está oculto en las sombras, en los tacones que se oyen,
y que se dejan de oír, cuando volvemos a casa por la noche. Nunca el sonido de
unos tacones fue tan terrorífico. Son las sombras y la acción que se desarrolla
fuera de la pantalla, inaccesible al espectador, lo que alimenta el miedo.
Las sombras forman también los barrotes que mantiene a la Irina
pantera encerrada en su prisión. Pero el amor y el deseo, los celos, la
inseguridad y la frustración de Irina, desencadenan la maldición que ha traído
importada de Europa. Irina no entiende que aquello que creía que la iba a
salvar, el amor por Oliver, es lo que en realidad la condena. Ingenuamente,
pensaba que podría ganar en la lucha entre sus dos naturalezas. Al final, lo
salvaje, lo atávico, lo incontenible se impone nuevamente. La persistencia del
pecado.
Un detalle más. En el apartamento de Irina hay una
reproducción de un cuadro de Goya, El
niño Manuel Ossorio. Es difícil verlo pero, en la esquina inferior
izquierda hay un pájaro y tres gatos que le observan con avidez. De uno de los
gatos apenas se ven los ojos, pero aterra.
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