Soy muy mala espectadora de televisión y especialmente de
las series de televisión. Si tienen más de dos temporadas, ya me aburren. Si
tienen más de ocho capítulos, bufffff. Si duran más de 50 minutos… En fin, que
soy un desastre para los creativos de la televisión.
En su momento vi las dos primeras temporadas de Downton
Abbey y empecé a verla sobre todo porque aparecía en ella la excepcional Maggie
Smith. Nunca me ha parecido una maravilla de serie, pero no estaba mal. La
verdad es que la época en la que está situada me gusta mucho y el vestuario, la
ambientación y sus modales tan distinguidos son un puntazo, pero las tramas siempre me han
parecido excesivamente sencillas y dignas de un culebrón venezolano. Eso sí, realizado
con mucho, mucho, mucho dinero.
No me gusta cuando guionistas y directores me empiezan a
marear con tragedias y amoríos y me llevan rebotando de uno a otro como si yo
fuera una bola de billar. Entiendo que cuando se elige escribir una serie de
este tipo, yo lo llamo de tipo burbuja, donde apenas hay influencia del
exterior, la única posibilidad que queda es jugar con las relaciones entre los
personajes en ese espacio cerrado.
Criados y señores sufren todo de todo en grado máximo pero, en el último
momento, siempre encuentran la salvación: crímenes, enfermedades incurables, violaciones,
muertes, robos, secretos inconfesables y todo lo demás que al final me agota.
Aun así, sin muchas expectativas, he ido a ver la película
para disfrutar de un té con Maggie Smith. No desmerece en nada a la serie, sin
embargo, los guionistas podían haberse currado un guion un poco más sólido y
original. Parece que han tenido que, por obligación, contar con todos los
personajes de manera que algunos de ellos apenas tienen dos líneas de guion. Se
entremezclan las tramas, aunque algunas podían desaparecer tranquilamente y no
pasaría nada, y todos tan contentos: amores que van y vienen, hijos secretos,
una mínima intriga política, confidencias; un poco de ridículo por aquí y mucho
amor por allá entre criados y señores, poca cosa más. Hasta una tarde de té con pastas y batamanta resultaría mucho más picante.
Destaca un trío de damas -o de brujas, depende de cómo lo mires- siendo, sin duda, lo
mejor de la película. La condesa viuda de Grantham (Maggie Smith) tiene una
cuenta pendiente con su prima, Lady Bagshaw (Imelda Stauton), dama de compañía
de la reina. En medio de la refriega, que sin duda se producirá, se coloca como
siempre otra excepcional actriz, Penelope Wilton, encargada de atemperar el mal
carácter de la condesa viuda. En la serie, también se ocupaba de dar el punto
de vista de la burguesía acomodada pero trabajadora; cualidades que no perdió, cuando por matrimonio, fue ascendida a la condición de Lady Merton. Después de unos picotazos con
cinismo muy británico, arañazos dialécticos y algún que otro pellizco muy fino
y elegante, las cosas volverán a fluir entre las dos enfrentadas. Pero dando,
en todo momento, un recital de interpretación y buen hacer.
Queda también un poquito de espacio para la serena y pragmática despedida entre
abuela y nieta. La enfermedad y la vejez hacen que Violet le pase el testigo a
Mary, la única que puede sustituirla porque es la única con la fortaleza
suficiente para defender los derechos del heredero de los Grantham.
Esta vez, me ha parecido especialmente desagradable la
devoción, dedicación y servilismo con que los criados se han empecinado en
servir a los reyes y a los señores de la casa. Pero las cosas son así en el
universo Downton Abbey. Yo, por si acaso, me quedo con todos los vestidos de
Lady Mary Crawley y con la lengua afilada que, sin duda, heredará de su abuela
Lady Violet Crawley, condesa viuda de Grantham.
Dirección: Michael Engler
Guion: Julian Fellowes
Música: John Lunn
Fotografía: Ben Smithard
Intérpretes: Hugh Bonneville, Michelle Dockery, Maggie Smith, Imelda Staunton, Elizabeth McGovern, Penelope Wilton.
Y... el vestuario de Lady Mary. ¡Esos guantes!
Oh, my god!
Oh, my god!
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