El zoo de cristal es de ese tipo de literatura que carga las
tintas contra las madres. Presenta a una madre aparentemente alegre y
desenvuelta, pero en el fondo, y esto es algo que los hijos no saben ver, es
una mujer profundamente preocupada por el porvenir de sus hijos, especialmente
de su hija. Es una mujer que cometió el gran error de su vida al elegir como
marido a un hombre débil y borracho que terminó por abandonarla. Nunca sale en
la obra de teatro, pero en la adaptación de Eduardo Galán, dirigida por
Francisco Vidal, su retrato sigue presente en el salón de la casa. Una manera
de no olvidar la traición y el abandono de ese hombre.
Amanda Wingfield era una joven sureña atractiva, elegante,
preparada únicamente para ser una buena esposa y madre. Todavía conserva los
viejos vestidos de cuando era joven y recuerda la cantidad de pretendientes que
tuvo. Como ella misma dice “dominaba el arte de la conversación” y yo añadiría que
ahora también domina el arte de disimular su fracaso. Ha tenido dos hijos que tienen
que preparar su futuro durante la Gran Depresión en los Estados Unidos de 1930.
Tom, soñador insatisfecho (como su padre), inseguro y egoísta y que abandonará
a su familia (como su padre) a pesar de los ruegos de su madre para que siempre
se ocupe de su hermana. Y Laura, una joven tímida que sufre ataques de pánico. No
es guapa, ni elegante, ni simpática, no tiene pretendientes y además sufre una
leve cojera que ella se encarga de agrandar. Vive pendiente de sus figuritas de
cristal, tan frágiles como ella misma. Intuimos que Tom y Laura son grandes
decepciones para las esperanzas de su elegante y decadente madre. Y aunque ella
nunca lo dice abiertamente, de alguna manera esa frustración callada siempre acaba
por salir, en comentarios tan cínicos como inocentes o en gestos de desprecio que casi pasan desapercibidos.
En su esfuerzo por encauzar la vida de sus hijos (lo que es
su obligación como madre) se muestra dominante, manipuladora y obsesiva; pero
también vulnerable, desorientada y tierna. Amanda quiere por todos los medios prevenir
el desastre de su hogar, aunque no sepa cómo hacerlo y en lugar de evitar la
ruina se gane el resentimiento de sus hijos.
Y es que es totalmente lógico que una mujer no sepa cómo ser
madre. Sobre todo si es abandonada por aquel que tenía que proporcionarle un
hogar estable, porque así era el reparto de papeles (así sigue siendo en la
mayor parte del mundo): las mujeres no acceden a la educación ni a la
preparación que les facilitaría encontrar un trabajo y a cambio de ello deben
confiar su vida a un hombre egocéntrico que las puede abandonar en cualquier
momento. En este caso Amanda, educada como una joven señorita del sur que “dominaba
el arte de la conversación” no puede apoyarse ni siquiera en el hijo que ha
salido tan flojo como su padre. El egoísmo de Amanda está plenamente
justificado por haber sido educada como un ser dependiente de otros, de su marido, de su hijo, hombres menos inteligentes y valientes que ella, a los que debe confiar su
propia supervivencia.
El zoo de cristal
fue escrita por Tennessee Williams en 1944 y es una de sus obras más
autobiográficas. En esta adaptación de Eduardo Galán, Silvia Marsó interpreta a
Amanda. Sus hijos son Pilar Gil y Alejandro Arestegui. Carlos García Cortázar
interpreta a Jim, el amigo de Tom y posible novio para Laura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Por favor, deja tu comentario