En 1975, J.G Ballard escribió esta novela, una de sus mejores
novelas según la crítica, que ahora se ha adaptado a cine. La película ha sido
dirigida por Ben Wheatley, un director británico de cine independiente y puede clasificarse
como cine apocalíptico. Cine, por lo tanto, de reflexión política.
Se plantea una situación distópica y con un trasfondo claro
de lucha de clases. Aunque este término haya caído en desuso y la mayoría de la
población lo considere obsoleto yo creo que está plenamente justificado que
volvamos a recuperarlo en su verdadera esencia.
Tom Hiddleston interpreta a Robert Laing. Está en un momento de cambio importante. Ha sufrido una gran pérdida emocional y debe de reconducir su vida. Se traslada a vivir a un apartamento de un edificio de lujo situado en las afueras de una gran ciudad, presumiblemente Londres. Este edificio es el futuro, el primer edificio de una macrourbanización autosuficiente, confortable y que ofrece seguridad frente a todo tipo de conflictos.
Tom Hiddleston interpreta a Robert Laing. Está en un momento de cambio importante. Ha sufrido una gran pérdida emocional y debe de reconducir su vida. Se traslada a vivir a un apartamento de un edificio de lujo situado en las afueras de una gran ciudad, presumiblemente Londres. Este edificio es el futuro, el primer edificio de una macrourbanización autosuficiente, confortable y que ofrece seguridad frente a todo tipo de conflictos.
El edificio ha sido diseñado por un arquitecto interpretado
por Jeremy Irons (un actor excelente que desde Inseparables de Cronenberg, siempre me ha parecido inquietante)
para que cubra todas las necesidades de sus habitantes. Seguridad, supermercado,
piscina, gimnasio e incluso un colegio para los niños, todo lo necesario para
vivir cómodamente y casi sin necesidad de salir de allí.
Como es de suponer en una torre de más de 40 plantas con
varios apartamentos por planta, los vecinos constituyen un microcosmos que no
está a la altura del moderno diseño, aséptico y exclusivo, del edificio. El
comportamiento humano no ha sido objeto de ningún diseño novedoso para
adecuarse al nuevo entorno y reproduce las actitudes y conductas más egoístas,
abusivas y escabrosas.
Los conflictos comienzan cuando los vecinos de los pisos
superiores (uno de ellos es el mismo arquitecto del edificio, sospechosamente
siempre vestido de blanco como si fuera o se creyera dios) empiezan a abusar de
sus derechos y a no respetar las normas. Hay cortes de electricidad porque el
edificio no puede soportar la sobrecarga de uso de estos vecinos potentados que, además, han prohibido a los niños se bañen en la piscina que consideran de
su uso exclusivo.
A partir de aquí todo se desmadra y la violencia, imposible
de erradicar del alma humana, hace acto de presencia. Las drogas y el alcohol,
fiestas interminables y exclusivas para unos pocos, serán los escenarios donde
se diriman los enfrentamientos habituales. El sexo, la lujuria y la crueldad se
combinan para potenciarse y materializarse en barbarie. Al final, después del
estallido, la violencia se calma por sí misma. No serán necesarios ni policías
ni ejército ni jueces. Todo el mundo estará de acuerdo en “volver a la
normalidad” después de que “la fiesta se les haya ido de las manos”. Todos no,
lógicamente, los muertos no podrán volver, pero sí que nacerán nuevos vecinos que
reemplazarán a los anteriores. Lo dramático es que sospechamos que, en este caso, los nacimientos no traerán esperanza, sólo la repetición de los mismos errores una y otra vez.
De nada sirve que el entorno exterior del ser humano cambie
si no somos capaces de controlar, ya no extirpar, esa capacidad de violencia
contra nosotros mismos. Al final, la humanidad sobrevive a pesar de su
tendencia a la autodestrucción, pero… ¿hasta cuándo?
Director: Ben Wheatley
Guion: Amy Jump, sobre la novela de J.G. Ballard
Música: Clint Mansell
Fotografía: Laurie Rose
Intérpretes: Tom Hiddleston, Sienna Miller, Jeremy Irons, Luke Evans, Elisabeth Moss.
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