Coincido con la autora en la necesidad de que el cine, tanto documental como de ficción, la narrativa o, incluso, la música aborden las distintas perspectivas de lo que, torticeramente, se llama el conflicto vasco. Un fenómeno, al que, sin duda, deberíamos empezar por cambiarle el nombre. En lo que no coincido con la autora es en pretender convertir Maixabel en una película sobre ETA. Maixabel no tiene que calmar a nadie. Como parte de una situación muy compleja, es la postura valiente de una de las víctimas. Pero sin olvidar que no es una víctima del conflicto vasco sino una víctima del terrorismo de ETA, una organización sanguinaria y que vivía fuera del tiempo; con un origen claro en el nazionalismo (siempre escrito con z) racista del siglo XIX; que nunca fue de izquierdas; que nunca luchó contra el franquismo y que en los años 1980, en los años de plomo, su violencia irracional se dirigió contra todo y contra todos, incluida la sociedad civil; que mantuvo una estrategia puramente nihilista que no consiguió ninguno de sus objetivos aparentemente políticos, excepto beneficiar y consolidar, como fuerza política ineludible, al Partido Nacionalista Vasco.
Si pudiera hacerse política-ficción podríamos comprobar cuán diferente hubiese sido la implantación del PNV. Si ETA no hubiese existido, probablemente hubiese quedado como una reliquia del siglo XIX. Sin embargo, este partido de la derecha vasca más rancia supo rentabilizar lo que ETA ofrecía y, especialmente, se benefició del exilio de tantos vascos que decidieron abandonar la tierra y dejar de figurar en el censo electoral de las tres provincias. Todo esto tiene que quedar muy claro. Como también debe quedar claro que, aunque el nacionalismo más violento haya abandonado la lucha armada, tampoco deberíamos considerar legítimo su objetivo político, la independencia del País Vasco por medios pacíficos.
De todas maneras, en este post trato de hablar simplemente de una película, basada en hechos reales, pero una película al fin y al cabo. Icíar Bollaín tiene, como cineasta, una trayectoria incuestionable. Se atreve a abordar temas candentes que no dejan indiferente a nadie. Además si se rodea de excelentes actores, como en este caso, que además están en lo que se llama estado de gracia, mejor que mejor. Ahí están Blanca Portillo como Maixabel Lasa, Luis Tosar como, Ibon Etxezarreta, integrante del comando que asesinó a su marido y otro actor, para mí desconocido, Urko Olazábal que interpreta a Luis Carrasco, otro etarra arrepentido.
La película es dolorosa, sobria, intensa y, aunque estos encuentros de justicia restaurativa se interrumpieron, esperanzadora. Cómo lo ha conseguido la autora, no lo sé, pero ha acertado plenamente con el tono desde el primer momento. Me ha parecido muy interesante el manejo del sonido. Una insistente llamada de teléfono que suena a lo lejos y que la protagonista tarda en atender es presagio de alguna desgracia; el grito desgarrador sin sonido de la hija del asesinado. Pero, especialmente, los sonidos que más aterradores me han resultado son los que acompañan a Etxezarreta, ya fuera de la cárcel, al recorrer los lugares donde se han producido atentados. Aunque el tiempo ha pasado, en su cabeza y en su corazón se reproducen las sirenas, los gritos, los llantos, el desastre, el dolor y la muerte, sin que las imágenes se correspondan con ellos. Sólo el sonido. Me parece todo un logro de cineasta muy experimentada y, al mismo tiempo, arriesgada, que está en constante búsqueda, como sus personajes. Me recuerda un proyecto de Eduardo Nave, A la hora, en el lugar, en el que el autor documentaba los escenarios de atentados de ETA. Así, a la misma hora y en el mismo lugar Nave fotografía estos lugares de luto, sólo eligiendo en el encuadre y sin poder controlar otra variable; rastreando la ausencia de estas personas tan injustamente arrancadas de su vida.
En este caso, Icíar Bollaín se ha encargado también de escribir el guion junto con Isa Campo que dirigió hace unos años La próxima piel. La película, aunque no es equidistante, huye del maniqueísmo y aborda la necesidad de encontrar un punto de encuentro, un punto de partida para superar el dolor vivido en el País Vasco. Ese punto de encuentro es el deber moral de pedir perdón por parte de unos y la voluntariedad de otros de otorgarlo. No puede ser de otra manera. Es el punto donde deberían confluir la justicia restaurativa, la justicia punitiva y la justicia terapéutica. Pero al mismo tiempo, es algo que no puede ser obligatorio y que tampoco puede ser moneda de cambio. Debe quedar inscrito para siempre en el dominio de la ética y la moral.
El gobierno de Rajoy se encargó de suspender estos encuentros restaurativos. Yo creo que más como una concesión al entorno más duro de ETA, que no soporta la disidencia, que por la conveniencia o inconveniencia de mantener una iniciativa surgida en el gobierno del PSOE. Hoy queda mucho por hacer y, a veces, parece que el entorno etarra es el único que sigue sembrando, y las más de las veces sigue sembrando odio. Se ha publicado recientemente un estudio encargado por el Gobierno Foral de Navarra, respecto al grado de conocimiento del alumnado de ESO sobre la reciente historia (chicos y chicas entre 12 y 16 años). Sólo el 57% sabe qué fue ETA; sólo un 0,5% sabe quién fue Miguel Ángel Blanco; un 26% justifica la violencia si ésta tiene objetivos políticos. Para saber si estos datos son o no significativos se debería repetir esta encuesta entre el alumnado del resto del territorio español. Pero no olvidemos que la labor de adoctrinamiento del entorno etarra no ha cesado ni un segundo en estos últimos años, como así demuestran los resultados electorales. En el año 2016, un 21% de los electores votaron por Bildu; en 2020, ese porcentaje ha crecido hasta casi un 28%. Algo hay que hacer y pronto, porque estoy segura de que el 100% de los acólitos de Bildu están orgullosos de difundir y, si llega el caso, de repetir las “proezas” etarras.
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