La Crónica francesa es un homenaje al periodismo local, al periodismo de reportero que se recorre la ciudad, una ciudad pequeña, con su moleskine y un bolígrafo. En esta ocasión la ciudad está situada en Francia y se llama Ennui-sur-Blasé que se podría traducir libremente del francés como Aburrimiento apático. No sé si es una crítica mordaz contra todo lo francés o un guiño cariñoso por contraposición a la vertiginosa vida de cualquier ciudad estadounidense. En cualquier caso, la película comienza con un homenaje al gran Jacques Tati y a la escena, excepcional, de la casa en Mi tío. Subida y bajada de escaleras, ventanas, balcones, pasillos y puertas y, al final de todo ese ajetreo, la redacción de la revista Liberty Kansas Evening Sun.
Una redacción donde todavía se utilizan corcheras, clips, grapas, gomas de borrar, pequeñas libretas y lápices. Todos aquellos artilugios que se utilizaban cuando la ola digital no nos había anegado todavía. Todo ello saturado con magníficos colores pastel y papel pintado en las paredes, con peinados y moños imposibles, con tirantes y zapatos de tacón bajo y faldas plisadas a la altura de la rodilla.
La película está estructurada igual que una revista. Sus reportajes son lo que interesa al público y la galería de personajes no tiene desperdicio. Empieza con un paseo por la ciudad que pone de manifiesto lo poco que ha cambiado en los últimos años. Las mismas calles están dedicadas a los mismos gremios. Los carteristas y las prostitutas ocupan las mismas esquinas y donde hubo un mercado siempre habrá un mercado, aunque sea diferente.
Sigue con la crónica rosa. La historia de amor entre un convicto que gruñe y su carcelera que apenas habla y que se convertirán en un pintor abstracto muy cotizado y su evasiva musa. Ambos personajes rodeados por una fascinante maestra de ceremonias y un marchante con muy pocos escrúpulos. La segunda historia narra una rebelión de jóvenes estudiantes que en sus reivindicaciones tratan de facilitar al gran público toda una retahíla de consignas erótico-políticas-intelectualoides inspirada por el mayo del 1968. Y en la tercera, las páginas destinadas a sucesos están representadas por el secuestro del hijo del jefe de policía, un gourmet un poco cargante que ha encarcelado a un contable cuyos amiguetes mafiosos quieren liberar (o algo así) y que, además, en un medido homenaje a Tintin incluye unas escenas de animación.
Todo sirve para mezclar esta iconografía tan colorida con el más riguroso blanco y negro y las imágenes de actores reales con las de animación, de manera que se despliegan por la pantalla como las hojas de una revista editada en papel, en papel del bueno. Además con la intención de recrear un modo de hacer muy artesanal como ya demostró en la magnífica y conmovedora Isla de perros y con una puesta en escena delicada, elegante, un poco cursilona y demodée. En realidad, intemporal.
Respecto a las interpretaciones los actores y actrices están completamente entregados. Son los colabores habituales del director, aunque algunos apenas tengan una brevísima escena. Eso le ha pasado a Elisabeth Moss y a Saoirse Ronan y creo que por eso salí un poco decepcionada del cine. Por eso y porque, en definitiva, el resultado a mí me ha parecido irregular. Entre todos los artículos/episodios me quedo con el primero, el del pintor y la carcelera interpretados por Benicio del Toro y Léa Séydoux, flanqueados por Tilda Swinton y Adrien Brody. En el de los jóvenes airados destacaría la interpretación de Frances McDormand y de Lyna Khoudry. Y el tercero es el que más excéntrico me ha resultado. Sin embargo, recomiendo la peli sin ninguna duda aunque la película para conocer al mejor Wes Anderson sea El Gran Hotel Budapest.
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